Como hemos visto en países como Venezuela, Ecuador y Nicaragua, los populistas latinoamericanos de la izquierda están contentos de trabajar dentro de los sistemas democráticos – al menos hasta que esos sistemas dan resultados que no les gustan. El año pasado, esta misma dinámica se desarrolló en otro país de América latina.
Evo Morales había sido presidente de Bolivia desde 2006. Un gran admirador del fallecido Hugo Chávez, Morales se presentó como candidato para un cuarto mandato de cinco años el 20 de octubre de 2019, habiendo eliminado unilateralmente los límites de mandatos, a pesar de que los votadores habían rechazado su intento de presentarse para un cuarto mandato en un referéndum en 2016.
Los resultados preliminares el 20 de octubre mostraron que Morales tenía problemas, o al menos que era probable que tendría que ir a una segunda ronda en diciembre contra el candidato de la oposición, Carlos Mesa. Pero a ese punto, por razones no explicadas, los oficiales electorales suspendieron el conteo de votos por 24 horas. Y qué sorpresa, cuando el conteo se reanudó, Morales tenía una amplia ventaja.
Los observadores internacionales oficiales inmediatamente manifestaron sorpresa sobre lo que estaba pasando. Por ejemplo, los observadores de la Organización de los Estados Americanos (OEA) expresaron “su profunda preocupación y sorpresa por el cambio drástico y difícil de justificar en la tendencia de los resultados preliminares conocidos tras el cierre de las urnas”. Describieron lo que estaba pasando como “irregularidades”.
Muchos bolivianos preferían usar la expresión “fraude electoral” y estaban convencidos de que Morales trataba de robar la elección. El lunes 21 de octubre hubo protestas en las calles. El día después, Antonio Costas, vicepresidente del Tribunal Supremo Electoral, dimitió tras acusaciones de fraude electoral extendido. El 23 de octubre, Morales denunció a los protestadores como gente que buscaban un golpe e impuso un estado de emergencia.
El fondo de estos acontecimientos era los problemas profundos de la economía boliviana. Entre estos están los niveles muy altos de gastos públicos y el desarrollo de una economía casi totalmente dependiente de las exportaciones de gas y zinc. En 2019, la (ya baja) clasificación de Bolivia en el Índice de facilidad para hacer negocios del Banco Mundial bajó aún más. En términos de protecciones institucionales básicas para la libertad y el estado de derecho, Bolivia tiene una clasificación igualmente baja, una triste situación exacerbado por el hecho de que el “Movimiento hacia el socialismo” de Morales controlaba un poder judicial profundamente corrupto e ineficiente.
A largo plazo la preocupación era que Morales y su gobierno simplemente esperarían hasta que se acabaran las manifestaciones. Esta estrategia había funcionado en el pasado. (Esto se debe en parte a que la oposición tenía dificultades en identificar a un líder alternativo convincente a quien la gente querría apoyar de manera positiva en lugar de un candidato cuya calificación principal fuera que “él no es Morales”.) Luego, cuando las cosas se calmaban, el gobierno buscaba hostigar a los líderes de la oposición a través de procesamientos frívolos e investigaciones tributarias selectivas.
Bolivia no es un gran poder en América latina. Sin embargo, tiene uno de los gobiernos izquierdistas-populistas más antiguos de la región. Por eso es importante el destino de la democracia boliviana. Su destrucción mediante el fraude y la intimidación alentaría aún más a la izquierda populista en otras partes de América Latina. Y el resultado final sería más derrotas para la libertad y el estado de derecho en una región del mundo que necesita desesperadamente más de ambos.
Este artículo se publicó originalmente el 23 de octubre de 2019.